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viernes, 24 de enero de 2014

LATINVM AD LATRINAM (XVIII): EL LATINISTA ELITISTA

[1. Como cada año, además del paraguas y los pañuelos, los Reyes me han dejado unas tres mil páginas en cuatro tomitos, que inmediatamente derivé a diversos familiares y amistades, en algún caso sin desenvolver, simplemente asustado ante su voluminosa apariencia. Como me ven leyendo, se sacuden mi regalo con un libro, el más caro y gordo que encuentran, eso sí. También tienen el detalle de no preguntarme de qué van. Uno que me cayó unos días después, y no pude colocar, son las memorias del locutor radiofónico CÉSAR VIDAL, No vine para quedarme. Independientemente de su calidad, me dan pie para introducir un nuevo tipo de profesor de latín,  creo que familiar para muchos de nosotros (en el libro aprox. 1974)].  

[2. De mi antecesor en el instituto oí decir que prácticamente nadie aprobaba con él – ni los hijos de los profesores (?)- y que, además, no había término medio: o sacabas un diez o un cero. Bien es cierto, los que sacaban diez estaban encantados. También cuentan, no sé con qué fundamento, que todos los días salía del centro un autobús con destino a un instituto de una localidad vecina repleto con los alumnos a los que les quedaba el latín para acabar el bachillerato].


 Ése fue el caso del padre Gregorio. Me consta que no era apreciado y que la mayoría de sus alumnos lo consideraban un viejo loco, pero era un extraordinario profesor de latín. Tras dos años de haber estudiado la lengua de Cicerón, llegamos al primer curso de bachillerato de letras con conocimientos más que limitados de la misma. Entiéndaseme. Sabíamos declinar, conjugar y traducir algunas frases. Punto. Entonces apareció el padre Gregorio, que tenía un sistema didáctico que parecía arrancado del cuerpo de marines americano -corría el rumor de que había estado en la División Azul, pero no creo que se correspondiera con la realidad- y que nos puso en forma en muy pocas semanas. Cada día, de lunes a viernes, durante una hora preguntaba a todo el mundo en un sistema de subir y bajar en las filas que condenaba al suspenso a la inmensa mayoría de la clase independientemente de lo que supieran. Recuerdo cómo, al final de la primera evaluación, calificó con un cero a toda la tercera fila; con un  uno a toda la segunda; con doses, treses y cuatros a la primera, sólo dio dos cincos, uno a mí y otro a un compañero que se llamaba Martín. Aquella calificación me dolió mucho más que las sevicias del “Enanito cruel». Hacía cursos y cursos que no tenía una nota por debajo del siete […]  Nunca he estudiado tanto una lengua y, seguramente, nunca volveré a hacerlo. Leía la Guerra de las Galias y la Guerra civil, por supuesto, en latín, no menos de tres horas diarias. Llegó un momento en que había conseguido desentrañar la elegantísima prosa de César como si yo mismo fuera el autor. En la segunda evaluación, yo obtuve un siete -convertido ya en indiscutible primero de la clase- mientras que Martín siguió en el cinco. El día antes de la tercera evaluación - había cinco a lo largo del curso- el padre Gregorio llegó a clase y, tras endilgar su consabida ración de ceros a un tercio de los alumnos y suspender a más del 60 por ciento de los presentes, anunció que estaba muy contento por mis progresos ya que era obvio que yo sí había aprendido latín. Por eso, añadió, me iba a poner un diez, porque sabía que si en esos momentos abría el libro por cualquier página, yo traduciría de corrido sin dificultad. Han pasado casi cuarenta años desde entonces entonces, pero creo que si me hubieran dado el corazón púrpura por combatir encarnizadamente en la colina de la Hamburguesa no me hubiera sentido más orgulloso. El esfuerzo había sido titánico, pero también se había visto coronado por el éxito. El padre Gregorio nunca dio un capón, una bofetada, un tirón de orejas, pero puedo decir sin exagerar que casi el cien por cien del latín que conozco se lo debo a él. Salustio y César, Virgilio y Horacio, Cicerón y Catulo hace mucho que dejaron de tener secretos para mí gracias aquel anciano al que sus alumnos consideraban un chalado.

[…] Cuando llegué a COU, me enteré -con harto dolor- de que los padres escolapios habían decidido poner al padre Gregorio fuera de circulación. Para llevar a cabo la jugada sin ofenderlo, le comunicaron que lo pasaban al curso de COU para dar latín como asignatura opcional. Puede imaginarse que nadie la eligió. Yo, a decir verdad, estuve tentado, pero no tanto como para renunciar a la historia del arte, a la literatura o a la historia.

Un par de años después […] me dijo:

-Vidal, ¿por qué no cogiste latín en COU? Yo comprendo a lo otros zopencos, pero tú ... Lo hubiéramos pasado tan bien ... Hubiera sido .como una clase particular ... tú y yo solos traduciendo a Virgilio. No sé qué excusa farfullé, pero cuando me despedí de él, me sentía profundamente culpable. Era consciente de que había estado en mi mano, bien es verdad que sin yo saberlo, la posibilidad de que aquella vida dedicada a la docencia y no muy premiada por la gratitud de los alumnos no concluyera con una salida bochornosa envuelta en la mentira sino con un último curso de dedicado a Virgilio y vivido en la satisfacción de saber que la antorcha del amor por el latín se había transmitido adecuadamente.


[3. A mí me parece que este tipo de profesor más bien ha sido perjudicial para el latín. No se trata tampoco del coladero que, en mi opinión es el bachillerato de Economía (que explica en parte lo bien que va el país), sino de una solución intermedia. En todo caso, no veo qué merito puede tener que aprenda latín por su cuenta aquel que puede aprender cualquier cosa sin ayuda. Éste estará eternamente agradecido, pero el latín no. Es como todo en la vida: si se transmite siempre la antorcha a uno solo, te acabas extinguiendo. (Echo de menos los calcetines)].