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miércoles, 21 de enero de 2015

AL GRIEGO POR SU DIFICULTAD Y AL AMOR POR SUS PARTÍCULAS

[1. En El profesor Unrat (1905), Heinrich Mann  cuenta la historia de un profesor de latín de ciudad de provincias fracasado, solterón y amargado que un día pierde la cabeza por la señorita Frölich, una artistucha de cabaret de dudosa reputación. Esta relación le llevará a la ruina, al escándalo y, finalmente, a la cárcel. Lectura especialmente recomendable para toda persona que, como yo, atesore las tres codiciadísimas prendas de profesor de latín, cuarentón y solterón. La peripecia vital narrada es semejante a la de la magnífica Risas en la oscuridad de Nabokov o la película estrenada hace poco Antes del frío invierno de Philippe Claudel.
               
Cuando el profesor (en realidad una grotesca caricatura) ya está engatusado, la artista intenta hacer un esfuerzo por entrar en su mundo y nada mejor para ello que recibir clases de la especialidad de su protector:]

De pronto un día ella le anunció que quería aprender latín. Él la complació al momento. Ella lo dejaba hablar, fallaba las respuestas o simplemente no las conocía y etonces lo miraba fijamente, absorta en el montón de preguntas que se hacía a sí misma. En la tercera lección, le preguntó:

- Dime, Unrat mío¿qué es más difícil, el latín o el griego?

- Normalmente el griego- respondió él.

Pues entonces quiero aprender griego- anunció ella.

Él, encantado, preguntó:

- ¿Pero por qué?

- Precisamente por eso, pequeño Unrat.

Y lo besó. Aquello pareció la parodia de una terneza, pero no lo era; ella lo hacía con sentimiento. Unrat la había convertido en una mujer ambiciosa y ella, para honrarlo, pedía clases de griego, en vez de latín, porque era más difícil. Su petición era una declaración de amor, la declaración anticipada de un amor al que ella quería obligarse.


[2. Pero no regreso aquí para dar cuenta simplemente de mi envidiable situación y y discutir sobre la mayor dificultad del latín o el griego, sino para romper una lanza a favor de las injustamente preteridas partículas griegas. Las pocas veces que para desgracia de los alumnos he tenido que dar griego lo he hecho con menos entusiasmo y menos resultados –si cabe- que con el latín. El no dominar ni medianamente esta lengua me obligaba a convertir las clases en una sucesión exclusiva de ejercicios de morfología, sintaxis, diccionario etc. con todo el nivel gramatical que se quiera pero en todo caso dentro de unos límites muy estrechos. Creo que los alumnos se irían con una idea del griego parecida a la que circulaba en tiempo de mi madre sobre el latín: “El latín no se aprende: sólo se estudia”]

[3.Como consecuencia de ello, nunca he sabido transmitir realmente la importancia de esas partículas fundamentales que escanden las frases de Jenofonte, Platón, Demóstenes y compañía. O bien me poblaban las traducciones de mecánicos “por un lado…por el otro…” o bien, ante mis protestas, dejaban de traducirlas sistemáticamente: eran piezas desechables del rompecabezas  al que se limitaba para ellos/mí la lengua griega. Nada más lejos de la realidad. Su fuerza es tal que no sólo estructuran la forma de ver el mundo de los antiguos helenos sino que son capaces de provocar entre nosotros el sentimiento más elevado que podemos concebir. Si no, que se lo digan a Unrat, que cayó rendido a sus pies:]


Para compensar el fracaso de sus sentimientos, se empeñaba de vez en cuando todo lo que podía en las clases de griego. Unrat, con la cara iluminada, avanzaba a toda prisa, temblando, hacia las partículas. Cuando abrió el libro de Homero y le le mandó por primera vez un μέν  … δὲ νῦν, cuando oyó aquellas sílabas tan amadas saliendo finalmente del rostro maquillado de la artista Frölich, de sus labios finamente pintados, su corazón dio un vuelco. Tuvo que apoyar el libro y sentarse. Todavía no había recobrado la respiración cuando levantó de la mesa la pequeña, suave y siempre algo grasienta mano de la artista Frölich y le dijo que no estaba dispuesto a a separarse de ella ni un segundo de lo que le quedaba de vida. Quería casarse con ella.

              Espero que otros tengan un éxito semejante en transmitir el amor –el verdadero, claro – que encierran las palabras griegas. Para ello, de Homero, claro, ni hablar.